El faro del fin del mundo de Julio Verne
He hablado cientos de veces de lo
beneficioso que es leer con nuestros hijos, antes por la alfabetización y por
el desarrollo de la imaginación y la creatividad, ahora por las decisiones que
toma, las reflexiones que hace y las ideas que aporta.
Julio
Verne me tenía acostumbrada a esos grandes viajes y esos inventos tan
visionarios, casi profético, esta novela no es así, no habla de esos aparatos
científicos avanzados para su época que le hicieron tan popular, intensa labor
de documentación e investigación, y tampoco hay un gran viaje, una isla, tres torreros
y unos piratas con un botín, pero sin barco. La vuelta al mundo en ochenta
días, Cinco semanas en globo, Veinte mil leguas de viaje submarino, Viaje al
centro de la Tierra, Un capitán de quince años… eran las obras que había
leído.
Al principio la lectura se nos hizo tediosa, quizá
el hecho de que fuese la última hora del día, el agotamiento y la falta de
aventura, de acción, fuese la causa de que no encontrase un hilo que alimentase
las ganas de la lectura y la curiosidad de mi hija. Y nos dormíamos.
Dejé
aparcada la obra dos días. Una tarde me cogí el globo terráqueo y un faro que
hizo con sus compañeras el año pasado, y colocó en lo alto de la estantería presidiendo
la habitación, y empezamos de nuevo. El faro del viejo mundo nos muestra
un territorio inhóspito, nos hace amar la distancia, curiosear con los dedos lo
que nos separa de Tierra de Fuego, soñar con tierras lejanas, con llegar a la
isla de los Estados, al faro más antiguo de Argentina. Un promontorio rocoso
sin apenas vegetación.
Y
cuando acabas la lectura, tu retoño ha aprendido dónde está Argentina, qué es Tierra
de Fuego y por qué era tan importante construir un faro en la isla de los Estados,
pero también qué es un aviso, una goleta o una chalupa. Julio Verne sigue
siendo el mejor maestro que existe para la mente de los niños, trata valores
como la amistad, el trabajo en equipo, la lealtad y, como siempre, ampliar
horizontes.
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