BABAO, de Gemma G. V
Despertó nervioso e inquieto. No estaba cómodo en aquel
colchón que olía a lejía. La almohada no era la suya, blandita y suave, sino
áspera y dura. Huele a desinfectante,
pensó. Sollozó asustado bajo la sábana. No se encontraba en la habitación que
compartía con su hermano pequeño. Faltaba el sonido de los trenes entrando y
saliendo de la estación, esos que cada noche observaba antes de dormir mientras
se preguntaba, ¿Dónde irá toda esa gente?
Él nunca había viajado, no conocía el mar, ni la montaña, solo los campos de
cultivo alrededor de su pueblo.
Una presión delicada sobre su pierna derecha le hizo saber
que no estaba solo. Asomó sus ojos azules por encima de la colcha. Allí, sentada
a los pies de la cama, una mujer le dedicaba una bonita sonrisa.
—¿Qué tal te encuentras Babao? —dijo la mujer.
—No me llamo Babao. Soy José como mi padre y como mi abuelo
—dijo orgulloso.
Miró a su alrededor.
Era una habitación alicatada de azulejo blanco, con una ventana enrejada, una
puerta metálica y pobre mobiliario. Blanca, luminosa y fría.
—¿Dónde estoy? ¿Dónde está mi madre? —preguntó con un
ligero temblor en la voz.
—Sufriste una crisis. —La mujer acercó la mano para
acariciar su mejilla, pero retiró el rostro temeroso.
—¡¿Quiero irme a mi casa?! —gritó. La mujer miró asustada
hacia la puerta.
—¡No chilles! —dijo—. ¡Vendrán y te volverán a dormir! Quiero
estar contigo, Babao.
—¿Cuándo podré irme? Me encuentro bien. —Mintió. Sentía la
cabeza embotada y un fuerte dolor en su pierna izquierda—. ¿Cuándo vendrá mi
madre a verme? —La mujer desvió la mirada a un punto lejano detrás de él—.
¿Esto es un internado? Mi madre amenazó con encerrarme con los Agustinos si
volvía a suspender.
—No es un colegio. Es un hospital. —Él sabía que mentía.
—Pero ¿podré salir pronto? —La mujer encogió los hombros.
—Cuando estés recuperado, caminaremos por el pasillo. —¿Por el pasillo? Quería volver a casa
con sus padres y su hermano, ir a jugar con los amigos y sacar a pasear a la
perra. Sintió miedo y quiso saltar de la cama, pero no pudo moverse. Forcejeó,
pero algo le sujetaba la cintura, las muñecas y los tobillos.
—¡¿Por qué me tenéis atado?! —gritó.
Pidió ayuda. La mujer se puso en pie y con una mano suave
tapó su boca. Olía a Heno de Pravia, como su madre. Unos golpes en la puerta
sobresaltaron a ambos. Ella, sin dejar de mirarle a los ojos, contestó: «Todo está en orden». Le temblaba la
voz.
—¡Cállate! —susurró—. No podré evitar que vengan. Si sigues
sin colaborar nunca te dejaran salir.
—No sé lo que queréis, pero quiero volver con mis padres.
Te juro que no le diré a nadie dónde estuve, ni quiénes sois. Negaré conoceros,
pero, ¡déjame ir! ¡Por favor!
La mujer se retiró una lágrima con la palma de la mano. Él
aprovechó aquel instante para observarla. Le recordaba a su madre, no solo por
la colonia, también por aquellos ojos almendrados de color miel que miraban con
pena y por la sonrisa bondadosa que le dedicaba.
—¡Suéltame!
—¡No puedo, Babao! Ayer intentaste escapar y te hiciste
daño en la pierna saltando el muro de espino. —Le acarició el pelo—. No me
perdonaría si te sucede algo malo y mucho menos verte otra vez dormido. Rompiste
la ventana del pasillo para huir y tiraste piedras a los enfermeros. —La mujer
rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y le mostró una foto. Un grupo de personas
rodeaba a un anciano que abrazaba a un niño de sonrisa inquieta—. Es tu
familia, Babao.
—¡Soy José! Y a ninguno de esos lo he visto nunca. —Miró al
niño que sostenía el anciano entre sus brazos—. Ese…, se parece a mi hermano…,
pero tiene el pelo rubio.
—Se llama Juan. —El
mismo nombre, ¡coincidencias!, pensó él.
—Yo no quiero a tu familia. —Sofocó un grito de impotencia
y rabia. Si ella temía al hombre que aguardaba fuera, debía ser prudente—.
Tengo que volver a casa, ¡tú no lo entiendes! Discutí con mi madre y me escapé
con la perra dando un portazo. No puedo dejar las cosas así. Debo regresar y decirle
que la quiero, que tenía razón y yo estaba equivocado.
—¿Qué es lo último que recuerdas?
—Caminé con la perra sobre la nieve. Me gusta ver nuestras
pisadas. —Sonrió feliz—. ¿Me puedo ir?
—No hay dónde ir, Babao. —La mujer le sostuvo el rostro
entre sus manos delicadas—. Tu madre te perdonó aquel susto. Cuatro horas
estuviste fuera de casa. Te buscó en medio de la tormenta. Me contabas que te
abrazó y colmó de besos diciendo lo mucho que te quería.
—¿Quién eres tú? —Vagamente le sonaba todo aquello. Un
recuerdo intentaba alcanzarle, pero un velo caía sobre su memoria haciéndola
pesada y lenta.
—Soy tu nieta. Y el niño que se parece a tu hermano, es mi
hijo. Me dices que soy la viva imagen de tu madre, casi su reencarnación. —La
mujer sacó un pequeño espejo.
No era el joven de pelo desordenado con reflejos pelirrojos
que recordaba. Aquel que siempre lucía un moratón en la mejilla por jugar con Juan
a mosqueteros. No era el muchacho que se escapó de casa una tarde cuando su
madre le regañó por golpear con fuerza la espalda de su hermano. Era viejo.
Sus gritos y llantos recorrieron
los pasillos de la sexta planta del Clínico. Los enfermeros entraron. La mujer
se acurrucó en una esquina ocultando el rostro entre las manos: «Babao, ¡no te
olvides de mí!».
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